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sábado, 28 de febrero de 2015

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Y pensar que había perdido la fe hace tanto tiempo, que me dejé llevar por la desesperanza de una generación que cree sentir mucho pero no se compromete con nada.
Ha sido culpa de ese remolino confuso de lazos inconclusos y besos con sabor a vacío. O quizá ha sido culpa mía, que por un momento dejé que esa esencia que tanto me caracterizaba, se me escapara por los poros, gota a gota, lágrima a lágrima.
Estaba tan perdida que ni yo sabía quién era, y no esperaba nada de la vida que me llenó de decepciones en tan pocos años. Se me hizo más fácil ignorar, desentenderme y flotar sin entusiasmo en un mar de indiferencia.
Él me despertó y me sorprendió con un explosión de sensaciones incesables. ¿Cómo continuar ese letargo?
Quizá fue el sol en su piel o la luna en su sonrisa, las flores en el olor que emana su cuerpo o la dulce fruta en sabor de su saliva. No. Tal vez no fuera eso, sino la hermosa imperfección de sus sueños, tan auténticos y propios, los que me compartió durante el roce de nuestras manos en compañía de un buen té o esa magia tan perceptible que juro haber tocado en su piel. Puede que sea la espontaneidad de nuestra primera cita y la segunda y la centésima.
Pero también fui yo, con todas las heridas que hicieron a mi corazón más fuerte, ahí en donde quedó cicatriz.
Hemos sido los dos, con una combinación de su incesable optimismo y el despertar de una armonía que estaba inconsciente, inutilizada en algún rescoldo de mi maltrecho ser.
He de admitir que ha sido duro entender el deterioro que sufrió mi alma todo el tiempo que decidí dejar de ser yo misma para ser un ente algo más pesimista y falto de emoción. Pero él me recordó que debía respirar una vez más, que debía volver a ser humana.
Hoy, al otro lado del mundo o a escasos centímetros, él es mi razón de emerger de las profundidades de la desensibilización.

Pero, insisto, también soy yo, porque lo que él ha visto en mí es lo que la escasa transparencia de mi alma aún dejaba notar, a pesar de la sombra que me tenía bajo su yugo. A mi oscuridad sólo le hacía falta su claridad, una luz etérea y poderosa que le diera valor a la mía para brillar con más fuerza. Todo lo que un día fui, seguía ahí para cuando quisiera ser feliz de nuevo.