Y pensar que había perdido la fe hace
tanto tiempo, que me dejé llevar por la desesperanza de una generación que cree
sentir mucho pero no se compromete con nada.
Ha sido culpa de ese remolino confuso de
lazos inconclusos y besos con sabor a vacío. O quizá ha sido culpa mía, que por
un momento dejé que esa esencia que tanto me caracterizaba, se me escapara por
los poros, gota a gota, lágrima a lágrima.
Estaba tan perdida que ni yo sabía quién
era, y no esperaba nada de la vida que me llenó de decepciones en tan pocos
años. Se me hizo más fácil ignorar, desentenderme y flotar sin entusiasmo en un
mar de indiferencia.
Él me despertó y me sorprendió con un
explosión de sensaciones incesables. ¿Cómo continuar ese letargo?
Quizá fue el sol en su piel o la luna en
su sonrisa, las flores en el olor que emana su cuerpo o la dulce fruta en sabor
de su saliva. No. Tal vez no fuera eso, sino la hermosa imperfección de sus sueños,
tan auténticos y propios, los que me compartió durante el roce de nuestras
manos en compañía de un buen té o esa magia tan perceptible que juro haber
tocado en su piel. Puede que sea la espontaneidad de nuestra primera cita y la
segunda y la centésima.
Pero también fui yo, con todas las
heridas que hicieron a mi corazón más fuerte, ahí en donde quedó cicatriz.
Hemos sido los dos, con una combinación
de su incesable optimismo y el despertar de una armonía que estaba
inconsciente, inutilizada en algún rescoldo de mi maltrecho ser.
He de admitir que ha sido duro entender el
deterioro que sufrió mi alma todo el tiempo que decidí dejar de ser yo misma
para ser un ente algo más pesimista y falto de emoción. Pero él me recordó que
debía respirar una vez más, que debía volver a ser humana.
Hoy, al otro lado del mundo o a escasos
centímetros, él es mi razón de emerger de las profundidades de la
desensibilización.
Pero, insisto, también soy yo, porque lo
que él ha visto en mí es lo que la escasa transparencia de mi alma aún dejaba notar,
a pesar de la sombra que me tenía bajo su yugo. A mi oscuridad sólo le hacía
falta su claridad, una luz etérea y poderosa que le diera valor a la mía para
brillar con más fuerza. Todo lo que un día fui, seguía ahí para cuando quisiera
ser feliz de nuevo.
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